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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1931 En defensa propia. Réplica de Luís Cabrera a las respuestas de los miembros del Partido Nacional Revolucionario a su conferencia "El Balance de la Revolución"

Marzo 6 de 1931

 

It takes two to speak the truth: one to speak, and another to hear.
Thoreau.

Con motivo del vigésimo aniversario de la Revolución de 1910, el director de la Biblioteca Nacional organizó una serie de conferencias que debían desarrollarse paralelamente a la exposición de fotografías y documentos históricos que se exhibía en el vestíbulo de la misma Biblioteca.

Para estas conferencias se escogió un grupo de personas cuyo distintivo común era el de haber tenido alguna participación personal en la iniciación y desarrollo de la Revolución: Luís Manuel Rojas, Juan Sánchez Azcona, Félix F. Palavicini, Pastor Rouaix, Hilario Medina, Antonio Díaz Soto y Gama, Isidro Fabela, Luís Cabrera, y como conferencista de honor, para cerrar el ciclo, el Embajador de Cuba don Manuel Márquez Sterling.

Por el grupo de personas escogidas podía verse, desde luego, que el objeto perseguido por el organizador era insospechablemente histórico y científico.

Ninguno de los conferencistas es político propiamente dicho y, a excepción de Rouaix, ninguno es funcionario público; de modo que el problema no podía presentar peligro de complicaciones disonantes. Cada conferencista escogió un tema prudente: Luís Manuel Rojas y Sánchez Azcona fueron al terreno estrictamente histórico; Pastor Rouaix se limitó a un aspecto concreto regional de la Revolución; Isidro Fabela hizo una plática anecdótica internacional; Hilario Medina se asomó al abismo de la Revolución rusa desde el brocal de la Revolución mexicana; Palavicini, el más comprensivo, abordó el tema sociológico de los principios que propugnaba la Revolución; Soto y Gama dividió su conferencia en 2 partes, una que pronunció en la Biblioteca Nacional, en la cual trató en concreto de la institución del ejido, y otra en el teatro Hidalgo, entrando á fondo en los problemas sociales y políticos de México.

Yo había escogido, por economía de tiempo, el más anodino de los temas: Las negociaciones diplomáticas con motivo de la expedición de Pershing, tópico bien concreto, de poco o ningún interés como lección del pasado y en el que habría tenido que limitarme a exponer el papel poco airoso que me tocó desempeñar en unión de los señores ingenieros don Ignacio Bonillas y don Alberto J. Pani, que fue el de detener la peña mientras el curso natural de los acontecimientos obligaba a los Estados Unidos a desocupar el territorio mexicano, sin que tuviéramos que sentar el precedente de pactar una evacuación subordinada a nuestras condiciones políticas internas.

El tema era perfectamente estéril, con la desventaja de obligarme a ocupar la atención de mis oyentes hablando de mi propia persona. Pensé entonces-"entonces" quiere decir cuando corría el tiempo y se aproximaba el 30 de enero, día que se me había señalado para la conferencia-, pensé entonces en cambiar el tema por otro más amplio, más actual y más interesante, por ejemplo, un balance de nuestras conquistas revolucionarias.

Hasta el momento mismo de la conferencia todos los concurrentes estaban en la inteligencia de que hablaría yo de la expedición de Pershing, y no fue sino ya en el momento de comenzar, en el exordio de mi conferencia, cuando anuncié el cambio de tema. En cierto sentido procedí con dolo -dolo bueno-; pero no quise ni aparecer haciéndome reclamo previo, ni tampoco implicar al organizador de las conferencias en la responsabilidad de lo que iba yo a decir, haciéndoselo conocer previamente.

Así fue como, en hora mala, dije una conferencia de la cual estoy descontento y arrepentido.

Descontento de no haber podido tratar las cuestiones que abordé con toda la amplitud que merecían y. sobre todo, de no haber aportado, además de mis aseveraciones, los casos concretos que existen para justificarlas, como a mí me gusta hacerlo.

Arrepentido, entiéndase bien, no de lo que dije, a lo cual no tengo que quitar ni una coma, sino de no haber seguido el conocido consejo evangélico relativo a las margaritas.

No me refiero a mis oyentes, que con su aprobación clamorosa y expresiva me hicieron sentir que habían escuchado mis palabras y las habían aquilatado en su verdadero valor. Ni tampoco quiero aludir a la opinión pública independiente que ha leído y entendido lo que dije, y que en innumerables cartas me expresa su sentir favorable o adverso. Me refiero, y quiero establecer]o claramente, a aquellos para quienes precisamente fue escrita mi conferencia, que por tener en sus manos los resortes de la actividad pública, son los llamados a salvar los ideales de la Revolución, y que en este caso, en vez de oírme, se han limitado a hozar lo que yo puse ante ellos.

Y cuando aludo a mis palabras llamándolas margaritas, no es porque yo crea producir perlas literarias (todas las perlas que fabrica el hombre son falsas), sino porque mis palabras reflejan el sentir subconsciente y profundo de nuestra alma nacional que yo, como buzo, he bajado a hurgar en el fondo de este inmenso océano de anhelos, de ilusiones, de sufrimientos y de desengaños en que navegamos hace 4 lustros. Arrepentido de haber descendido de la serranía en que, como Zaratustra, había yo vivido remontado hacía 10 años, recibiendo la luz del sol, junto con mi águila y mi serpiente, para bajar otra vez al valle donde viven los hombres que no son capaces de creer que haya nadie que venga a darles algo, sino que con la suspicacia hija de la estulticia piensan que vengo a quitarles el poder.

Arrepentido de haber sido causa de que muchos exhibieran la desnudez moral de su cobardía y de su falta de fe en la Revolución. Arrepentido de haber dado ocasión a que se desenmascarara la tiranía del pensamiento. Arrepentido, en fin, de haber hablado en un medio en que se tiene miedo hasta de oír decir la verdad.

Y sin embargo, mi conferencia no tenía nada de particular. No contiene nada nuevo. No dice nada que no sepa y piense todo el mundo. Fue indiscreto, eso sí; porque decir en voz alta lo que todos están pensando en silencio es la más imperdonable de las indiscreciones, precisamente porque constituye una condenación general de la hipocresía del silencio.

Mi conferencia fue oída apenas por unos 2 ó 3 centenares de personas. El radio no la transmitió fuera del recinto de la Biblioteca Nacional; o por mejor decir, comenzó a transmitirla; pero dejó de funcionar oportunamente, antes de que empezara la parte que se ha querido llamar sensacional.

El noticiero de El Universal, único representante de la prensa que me escuchó, creyendo que mis palabras tenían suficiente interés para ser publicadas literalmente, se acercó a mí al final de la conferencia pidiéndome el texto de mi estudio, que por extenso me había limitado a ir resumiendo, menos en la parte final, en que, para no desbarrar, leí al pie de la letra.

Y cometí el error de rehusarme a proporcionar el ejemplar que llevaba en la mano; o más bien dicho, me pareció que sólo el director de la Biblioteca, organizador de las conferencias, estaba autorizado para permitir su publicación en un diario noticioso. El reportero tuvo pues que atenerse a sus notas personales y así fue como El Universal del día 31 de enero publicó una especie de índice-resumen de los puntos tratados por mí, naturalmente con los encabezados de costumbre que llevan miras periodísticas y que, como siempre, pecan por carta de menos en la parte ideológica y por carta de más en el sensacionalismo.

El resumen publicado por El Universal produjo una verdadera tempestad. Una tempestad en un vaso de agua, porque lo que se había publicado no era el texto, sino la impresión que en el noticiero produjo mi conferencia.

Y antes de que nadie hubiera leído lo que yo había dicho, el jefe del Partido Nacional Revolucionario y el ministro de Agricultura y Fomento publicaron sendas refutaciones contra lo que ellos creyeron que pude haber dicho y especialmente contra el régimen carrancista del que no hablé una sola palabra; pero al que suponían ambos funcionarios que yo habría elogiado.

Ese mismo día el Sr. Presidente de la República, que por razón de su encargo no puede leer más que los encabezados de los periódicos, me hizo el honor de dedicarme su indignación, y durante una comilona en Texcoco, me excomulgó oficialmente proscribiéndome del seno de la Iglesia Católica Revolucionaria, negándome la sal y el agua por hereje, logrero, heterodoxo, tránsfuga, judío, mochuelo y ave de mal agüero.

Naturalmente, los efectos de una excomunión política en un medio de tanto valor civil como el nuestro, no se hicieron esperar. Esa misma tarde, en el teatro, tuve la pena de no ser ya saludado por uno de los señores ministros, examigo mío 2 que se vio forzado a mantenerse durante 2 horas en incómoda actitud hierática, con el cuello de una pieza, para no tropezar con mis miradas; y al día siguiente, al dar la prensa la noticia de mi excomunión, perdí naturalmente otros muchos amigos... del Presidente, que creía yo que lo eran míos.

El Universal, comprendiendo la conveniencia de dar a conocer el texto íntegro de mi conferencia, comenzó su publicación, más como un medio de apaciguar la opinión pública oficial que por el interés de la conferencia misma; pero a los 2 números hubo de suspenderla, temeroso de la acción directa que pretendían aplicarle por procedimientos modernos "algunos partidarios del Gobierno que estaban muy indignados por su actitud", según palabras salidas de la Presidencia.

Entretanto, la grita contra mi arreciaba. El redactor en jefe del periódico oficioso 3 me dedicó personalmente uno de los mejores especimenes de su literatura; los demás redactores y colaboradores se esmeraron a su vez y de paso quedó en claro que soy un pésimo poeta; y volvió a hablarse del papel moneda de la Revolución, etc., etc.

Mientras todo fueran meros dicterios y gritos, el alboroto no me preocupaba gran cosa: Ya pasará, pensaba yo. Pero cuando unos agentes de policía, disfrazados de "partidarios del Gobierno que estaban muy indignados", pusieron asedio a mi domicilio, comprendí que era indispensable y urgente que esos señores y los del Gobierno conocieran el texto auténtico de mis palabras, para que no estuvieran tan enojados.

Porque ¿quién iba a figurarse que de hechos tan sencillos y naturales surgiera casi una conflagración? ¿A quién podía ocurrírsele que mi pobre conferencia había de revelar una vasta conjura para quitarle el poder al Ing. Ortiz Rubio, derrocar al Gral. Calles, desbaratar el Ejército, fusilar a sus caudillos y acabar de una buena vez con la Revolución? Y hasta llegó a decirse que había yo salido en compañía de Soto y Gama en aeroplano, para levantarnos en armas en Durango, al grito de ¡viva yo!

¡Neurastenia! ¡Neurastenia! ¡Deberías no tener nombre de mujer!

Y a todo esto yo decía: peguen pero escuchen. Mas no era posible hacerse oír. El Universal suspendió definitivamente la publicación de mi estudio y quedó evidenciado que en México no hay libertad de imprenta, pues no sólo no se le permitió publicar lo que yo había escrito, sino que a pretexto de los encabezados, se le declaró incluido en la conjuración juntamente con Cabrera, con Soto y Gama y los demás conferencistas de la Biblioteca Nacional, el Congreso Económico y no sé cuántas gentes más.

En mi conferencia había yo dicho que las causas fundamentales de la falta de libertad de imprenta estaban en la organización económica, de los diarios de gran circulación, lo cual siento haber dicho... así nomás, sin explicar los procedimientos de presión económica que debido a esa organización son factibles contra los grandes diarios, como los que "algunos partidarios del Gobierno que estaban muy indignados" se preparaban a poner en juego contra El Universal.4
Afortunadamente, otros periódicos, no diarios ni de organización mercantil, me ofrecieron sus columnas para publicar mi conferencia y así fue como, por fin, el incansable Diego Arenas Guzmán, que ya está vacunado en eso de persecuciones periodísticas, me hizo el favor de publicar en El Hombre Libre el texto Íntegro de mi conferencia.

Por supuesto que ni así la han leído los periodistas, placeras y demás personas que me habían injuriado, ni los funcionarios y políticos que me habían refutado anticipadamente.

Porque en México estamos en el tercer grado de la falta de libertad de imprenta. El primer grado es la persecución por lo que se ha publicado. El segundo grado consiste en no permitir la libre publicación, de lo escrito, o sea la previa censura. Y el tercer grado consiste en no querer leer lo que se ha publicado, sea lo que fuere.

Lo único que yo desearía es que se leyera lo que dije. Pero ¿quién es el valiente que se atreve a leer lo que yo escribí después de que el Sr. Presidente de la República ha declarado que soy un tránsfuga de la Revolución, vendido a la reacción? Se necesitaría ser un héroe.

Y por eso disculpo aun a ciertos amigos míos que se han visto obligados a declarar públicamente que no opinan como yo, agregando que yo no debí hacer la crítica de la Revolución, porque con esto doy armas a los enemigos.

Y si menciono esas declaraciones es porque representaban la única objeción seria que se ha hecho, no a mi conferencia, sino al tema de mi conferencia, y porque la actitud de dichos revolucionarios es reveladora del verdadero efecto producido en las esferas oficiales por las palabras que pronuncié en la Biblioteca Nacional.

Se dice que no somos los revolucionarios los que debemos juzgar nuestra propia obra. ¿No? ¿Pues quienes? Los reaccionarios, naturalmente. Que un revolucionario renuncie a opinar sobre la Revolución; que los hombres que han dado su sangre, o expuesto su vida, o consagrado los mejores años de su existencia a la realización de un ideal renuncien a preguntar qué ha sido de sus aspiraciones, de sus anhelos, de sus sacrificios, es el colmo de las renunciaciones, por no llamarla la tercera categoría de las mutilaciones de que nos habla San Mateo.

Yo no creo que esté reservado a nuestros enemigos los reaccionarios el derecho a juzgar a la Revolución y de criticar nuestros actos. Por el contrario, Cirano (el de Bergerac) es el único que tiene derecho de hacer epigramas acerca de sus narices, y somos nosotros mismos los que debemos decir nuestros errores y hablar de lo que nos falta por hacer, y constituirnos en jueces -mientras más severos mejor-, de nuestros propios actos; de igual modo que es un privilegio de los mexicanos criticar a México para bien de nuestra patria y no dejar que los extranjeros sean quienes nos deturpen. Los que creen que hay que dejar a nuestros enemigos el privilegio de criticar a la Revolución son los que han dado margen a la costumbre estulta de llamar reaccionario y tránsfuga a todo revolucionario que quiere rectificar los errores de su propio partido.

Y sin embargo, la actitud de quienes así razonan es explicable, y aun disculpable, como reveladora de un peligro efectivo: tienen miedo de que se crea que resurge el carrancismo.

Y eso es lo mismo que debe de haberle pasado al Sr. Presidente de la República: tiene miedo de ponerse de puntas con el Gobierno actual si llegara a suponerse que él pudiera ser carrancista o que pudiera tolerar que resurja el carrancismo.

El carrancismo, ¡he ahí el enemigo! dicen los que creen en aparecidos. Y han declarado que mi conferencia significa la resurrección del carrancismo. ¡Imbéciles!

El carrancismo como grupo político no existe; ni puede resucitar. De los hombres que actuaron al lado de Carranza la mayor parte han vuelto a la vida privada; los que están "a la vera del presupuesto", como diría el Sr. Presidente, se mantienen ahí por mera magnanimidad de los gobernantes actuales; pero no ocupan puestos de responsabilidad ni forman núcleo político, ni representan una opinión, o un programa o tendencias determinadas.

Y los que quisieran entrar otra vez a la liza política tendrían que hacerlo con otro nombre, bajo otra bandera, conforme a otros principios y por otros procedimientos. Todo sin relación ninguna con la figura de Carranza y sin que para nada pudieran utilizar el armazón del carrancismo.

Carranza ha muerto para la política; pero ha resucitado para la historia. El carrancismo no es más que un remordimiento político; es el fallo de la historia que condena y condenará severamente los procedimientos pretorianos con que fue derrocado Carranza. El enemigo no es, pues, el carrancismo, sino el espectro de Carranza.

Pero es curioso que cuando se quiere atacar a Cabrera, se denigra la memoria de Carranza, y ahora que se teme la resurrección del carrancismo se persigue a Cabrera. Porque Cabrera es la cabeza del carrancismo, se dice por ahí, y hay que aplastarla.

Lo que realmente sucede es que en épocas de crisis económicas, como la presente, hay mucha neurastenia y mucha suspicacia en las esferas oficiales; y como son muy pocos los que pueden concebir que sea posible opinar sobre los asuntos de orden público sin fines políticos ulteriores, al ver que yo trataba en una conferencia pública asuntos de orden público, se pensó: he ahí que Cabrera vuelve a la política. Y esto no debe permitírsele porque él había dicho repetidas veces que no volvería a la política. Hay que obligarlo al cumplimiento de sus promesas, Hay que perseguirlo, hay que excomulgarlo, hay que echarlo del país, no sea que se nos cuele hasta la pesebrera del presupuesto público federal.
Los señores neurasténicos pueden estar tranquilos, y "los amigos del Gobierno que se encuentran muy indignados" pueden desarrugar el ceño. No hay peligro de que vuelva yo a la política. Ni quiero volver. Ni puedo. Ni aunque volviera yo a vivir del presupuesto (lo cual es distinto de volver a la política), correría riesgo ningún presidente, ni ministro, ni coyote oficial, de que le quitara yo el hueso.

Hay gentes que no comprenden la diferencia que existe entre tomar interés en los asuntos de la patria y meterse en la política, como tampoco se dan cuenta de que no todos los que hacen política sirven a su patria.

Es cierto que repetidas veces he dicho, y sigo diciendo, que no pienso volver a la política, no porque no tenga yo igual derecho que cualquier otro don nadie para meterme en política, si así me diera la gana, sino porque creo servir mejor a mi patria fuera de la política que dentro de ella. Pero de eso a abdicar de mi derecho de pensar y decir lo que pienso, hay mucha distancia.

Por lo demás, nadie puede decir: de esa agua no beberé; ni nadie es dueño absoluto de su futuro. El Gral. Calles, por ejemplo, declaró públicamente repetidas veces, que terminando su período presidencial se retiraría definitivamente de la política, y antes de 6 meses tuvo que volver a formar parte del Gobierno de Portes Gil, para cumplir con los deberes que le imponía la situación política que el mismo había creado.

¿Que no soy el Gral. Calles? ¡Naturalmente! Si precisamente por eso los mismos que adulan al Gral. Calles me denigran a mí.

Yo no pienso volver a la política porque no creo ser útil a la patria dentro de ella. Yo creo que se puede hacer bien a la patria sin necesidad de exigirle la remuneración correspondiente en forma de sueldo, y por eso dejo la política a los "políticos", a los que no saben servir a su patria sino desde un puesto público.

En ese sentido estoy de acuerdo con el Sr. Presidente, en que la palabra "político" tiene una acepción altamente despectiva, como cuando él dice desde lo alto de su puesto "esos políticos".

Sólo que el Sr. Presidente se equivoca si cree que la palabra tiene significado despectivo únicamente cuando se emplea de arriba para abajo, mientras que es elogiosa y casi sinónimo de estadista, cuando se usa de abajo para arriba. No, Sr. Presidente, un político es siempre un político.

Y basta de la opinión oficial.
           
La opinión reaccionaria sobre mi conferencia no ha tenido oportunidad de exteriorizarse, aunque es natural que aplauda estrepitosamente la parte de crítica, y desapruebe o calle la parte de encomio que tuve para la obra de la Revolución. Pero hay que fijarse en que más armas se han dado a la reacción por la intransigencia contra la libertad de pensamiento, que las que yo haya proporcionado con mis palabras.
La opinión revolucionaria, independiente y honrada, la más generalizada y uniforme, y la más sensata, es la de que la Revolución no es una obra perfecta y que era preciso hacer un balance para conocer los errores y corregirlos, y para saber lo que nos falta por hacer.

Hay, sin embargo, quienes se consideran padres adoptivos de la Revolución y dueños exclusivos de la obra revolucionaria, y que no pueden consentir en que nadie hable de ésta, que para ellos es perfecta, intocable, inimitable, inmejorable.

Ésos son los verdaderos reaccionarios; los incapaces de evolucionar; los que no creen que se deba ya avanzar; los que no creen que se pueda hacer ya ningún progreso. Ésos son los renovables de Rodó; ésos son los últimos hombres de Nietzsche, de quienes Zaratustra decía: «Helos ahí: se ríen; no me entienden. No soy yo la boca que necesitan sus orejas. ¿O habrá que romperles los oídos para que oigan con los ojos?... Y en efecto. No oirán esOS hombres hasta que no vean, demasiado tarde, por desgracia, las consecuencias de su sordera.

 

Notas:
1. Esta defensa fue escrita en vista de los acontecimientos que se desarrollaron en los meses de febrero y marzo de 1931 con motivo de la conferencia (del 30 de enero) que nadie conocía en las esferas oficiales y que no había podido publicarse en la prensa. Al publicarse en forma de folleto El balance de la Revolución hubo que precederlo de esta defensa, a manera de introducción

2. El Dr. don José Manuel Puig Casauranc (LC)

3. Praulein C Manjar de Res (LC)

4. Suni enim eunuchi, que de matris sic natisunt; et sunt eunuchi quie facti sunt ab ominibus; et sunt eunuchi qui se ipsos castraverunt. Qui potest capere capital (San Mateo, XIX -12) (LC).